30 de abril de 2011

Capitulo 1



Barcelona a mis pies


He decidido salir en busca de un lugar fuera de casa para ir a “no hacer nada” y creo que un mirador en lo alto de la ciudad podría ser lo ideal. Muchas veces se denomina al hecho de sentarse a observar o a reflexionar como improductivo. Error. Para mi son actividades fundamentales que no deben faltar en la vida de una persona. Pero esto me llevará más de media hora... Si me doy prisa aún podré ver el atardecer. Así que me lavo la cara y me cambio de ropa. Pantalón de chándal y sudadera. Es una cuestión de comodidad que el mundo se empeña en destruir a base de pantalones vaqueros. Se rumorea que quedan mucho mejor. Os felicito. Me cuelgo el bolso y lo reviso. Tabaco, dinero, llaves, móvil. A donde voy solo se necesitaré el tabaco y las llaves.



Subido en la moto, una Honda Dylan de 125c3 negra, cruzo la ciudad hasta llegar a una carretera que sube a la antena más alta de la ciudad. Podría ir en una Vespa roja, lo que sin duda sería mucho más chulo y favorecería mi imagen, pero no deja de ser una “chuspino” de diseño. Prefiero la calidad, comodidad, seguridad… Todo acaba siendo una cuestión de valores. Un par de kilómetros más arriba me encuentro varios miradores llenos de coches. Unos con parejas viviendo su momento y otros con grupos de amigos adolescentes que suben a fumar lejos de sus casas por decisión de sus padres, que se decantaron por la ignorancia.



Por fin encuentro uno más tranquilo. Hay un coche con un hombre dentro que parece que mi llegada no le ha importado ni lo más mínimo, ni se inmuta. También está solo. Se le ve concentrado observando el vacío. No creo que vaya a molestarme.



El cielo parece pintado de un naranja casi artificial, fruto de la mezcla entre la noche que llega y el día que se va. Color templanza. No quería perderme este momento. Sentado encima de una mesa de madera, castigada y vieja, empiezo a sentirme en sintonía con el mundo. Algo de hachís siempre ayuda. Es curioso cómo mientras haces la mezcla, el cerebro experimenta diferentes sensaciones. Anulas todo el exterior, para entregarte a conciencia a los preparativos. “La felicidad está en la sala de espera de la felicidad”, confirman algunos experimentos. Y es cierto. De fondo, desde mi coche, acompaña este momento Old Pine, de Ben Howard. Simplemente perfecto.



Termino la mezcla, lo enrollo y lo enciendo. Absorbo el humo hasta el fondo de mis pulmones. Una calada limpia y fresca. Cierro los ojos y siento como el viento acaricia suavemente cada rincón de mi cara. Mi piel se vuelve exageradamente sensible, disfrutando de esa brisa con olor a mar que pone los pelos de punta. El mundo parece haberse detenido, difuminándose, como el final de una canción que va perdiendo intensidad hasta llegar al silencio. Abro los ojos y exhalo el humo que no se ha quedado enganchado a las paredes de mis pulmones. La luz que aún queda de este atardecer dilata suavemente mis pupilas. Me acostumbro a ella rápidamente y me relajo observando la ciudad desde las alturas. Barcelona a mis pies. Yo y mi cigarrillo consumiéndonos mutuamente. 






Ver las cosas desde el exterior ayuda a entenderlas. Evidentemente, no entiendo el mundo urbano y artificial que hemos creado. Invade mi calma. A mi espalda descansa una montaña que aún conserva grandes extensiones de un precioso manto verde, formado por un bosque de pinos típicos de esta zona del mediterráneo. Empiezan a encenderse las primeras luces de la ciudad. La energía que hasta hace unos minutos recibíamos del sol, empezamos a sustituirla por energía eléctrica artificial. Evolución... Es una imagen preciosa. El ser humano luchando contra la oscuridad que nos queda al darle la espalda al sol. Nuestra propia sombra.



El naranja del cielo se oscurece, pasando por el rojizo, hasta caer la noche. Hace un rato que la luna se dejaba ver, pero ahora es la protagonista. La estrella de la noche. Radiante y llena, baña de luz esta carretera alejada. Su brillo parece flotar como queriendo penetrar en esa burbuja de CO2 que envuelve la ciudad. En la línea tangente entre el mar y el cielo, llamada horizonte, se dibuja un perfecto reflejo que ilumina los barcos que casi nadie en esta ciudad sabe a qué se dedican. El sonido de las olas tampoco es capaz de atravesar la ciudad hasta mis oídos. Mucho silencio y poca luz.



Sumergido en ese cálido anochecer de primavera mediterránea me siento bien.



De repente, el motor del coche que permanecía a mi lado arranca. Se encienden las luces y se escucha el ruido de la caja de cambios al meter la marcha. Retrocede un poco para coger ángulo y avanza hasta la carretera pasando por mi lado, levantando el polvo del suelo. Al girar, las luces del coche me sellan la vista por completo. Cierro los ojos por inercia e intento protegerme de esa luz levantando el brazo. Justo cuando pasa por delante mío recupero la visión. Puedo ver al mismo hombre de antes, mucho más relajado pero igual de serio. Ahora le acompaña una mujer. No la recordaba. Debía estar ya dentro del coche cuando llegué. Me excito al deducir su afortunado escondite...



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